Un informe reciente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación develó que el
promedio de homicidios en Tucumán está por encima del promedio nacional, signo
innegable de que la inseguridad ganó las calles en el Jardín de la República. El
problema es que las autoridades provinciales no toman medidas serias para
aplacar el flagelo, pues los poderes del Estado conspiran contra un cuerpo de
policía que se ha vuelto impopular y lo hacen responsable de las situaciones
caóticas que ellos generan. Por ello se ha creado una consciencia entre la
ciudadanía tucumana de que la seguridad es un asunto personal, ya que la
supervivencia de las familias ante una delincuencia cada vez más violenta
parece ser una cuestión que ya no involucra al Estado.
Los buenos samaritanos
Sábado, 17 horas, ruta 38 al sur
de Concepción. A la vera del camino, debajo de un Pacará, hay una motocicleta
estacionada. Sus dos tripulantes esperan que alguien pase. Cuando otro
motociclista finalmente se acerca, los hombres de la banquina lo interceptan.
Rápidamente uno de ellos se baja con un arma en la mano. “¡Dame la moto hijo de
puta!”, grita el malviviente. El hombre atacado se defiende. Entonces el ladrón
hace un par de disparos, uno de los cuales le lastima la mano a la víctima.
Mientras el forcejeo continúa y
la violencia desplegada por los delincuentes crece, una mujer grita desde una
casa cercana: “¡Ya llamé a la policía! ¡Ya llamé a la policía!”. Los
miserables, sabiendo que han perdido mucho tiempo para realizar el atraco,
deciden emprender la huída. Suben a su moto y arrancan en dirección a
Concepción. Sin embargo, mientras intentan acelerar, otro motociclista que ha
presenciado el intento de homicidio en situación de robo a unos 30 metros de distancia
saca un arma desde sus ropas, apunta contra los delincuentes y les hace unos
cuantos disparos. Tres de esas balas impactan contra el conductor de la moto de
los criminales, y el hombre cae abatido, llevando a su vehículo hacia el suelo.
El otro ladrón que sobrevive a los balazos justicieros, intenta arrancar la
moto, pero no puede. Por ello decide huir a pie a través de los matorrales.
Unas horas después este sujeto será detenido. El justiciero anónimo –un policía
o ex-policía según se sospecha–, afortunadamente, no ha sido identificado
aún.
La escena descripta, aunque
parezca tremebunda, es una escena cotidiana en el Tucumán actual. En una
provincia azotada por la inseguridad, los propios vecinos han decidido
autodefenderse. Por ello el número de delincuentes arrestados por la ciudadanía
se ha incrementado considerablemente este último año. Como es común en nuestro
país, no hay estadísticas oficiales sobre el asunto, pero si hay un montón de
videos y fotografías difundidas a través de las redes sociales que, de tanto en
tanto, dejan constancia de que un malviviente fue capturado por gente sin
placa, arma o uniforme.
Y mientras el fenómeno del
combate directo de la ciudadanía contra la delincuencia se vuelve algo cada vez
más cotidiano en Tucumán, también la delincuencia crece y se vuelve más
peligrosa. En efecto, los hospitales tucumanos sostienen que cada vez es más
frecuente recibir en la sala de urgencias a personas con heridas producidas por
armas blancas o armas de fuego. Un médico del Centro de Salud señaló que los
casos de ese tipo aumentaron un 300% en relación al año pasado. Obviamente los
heridos pertenecientes a familias trabajadoras llegan casi siempre como
víctimas de robos, en tanto que los heridos pertenecientes a familias planeras
son frecuentemente hospitalizados como víctimas de narcoajustes, disputas
intrafamiliares mal resueltas, intentos violentos de cobro de deudas y, claro,
duelos criollos en contextos urbanos.
Esa violencia que es producida
por individuos que viven sumergidos en la falta de educación, la pobreza y una
vida sin un horizonte de sentido ni valores positivos, se ha contagiado a otras
personas en Tucumán. Son los violentos los que hacen que gente pacífica reaccione de modo violento. El buen samaritano tucumano normalmente está
dispuesto a ayudar a su prójimo en peligro, aun si ello implica poner en riesgo
la propia vida.
Cuero tiene el ganado
La reacción de los gobernantes
tucumanos ante semejante escenario social ha sido motivo de indignación. El
Gobernador José Alperovich, insólitamente, declaró: “La verdad es que hay que estar en el cuero de cuando a uno le roban. No
sé cómo reaccionaría uno, si me pasara. Hay que estar en el cuero de la gente”.
Esas palabras llenas de demagogia
fueron rebatidas por el Diputado Nacional José Cano: “Alperovich lleva más de una década con funcionarios que no saben nada
de seguridad. Fomentó la impunidad. Toleró el vale todo de las fuerzas de
seguridad y de muchos de los dirigentes políticos que lo acompañan con fuertes
vínculos con los narcos y los ladrones. Ahora, irresponsablemente, dice que hay
que ponerse en el cuero de la gente para entender porqué toman justicia por
mano propia cuando ocurren robos sin que ningún policía haga nada. Populismo
barato para un inoperante de la más alta escuela”.
Jorge Gassenbauer, actual
Ministro de Gobierno, Justicia y Seguridad de Tucumán, repudió los
ajusticiamientos realizados sin intervención policial o judicial, y les
advirtió a los ciudadanos que “cuando
[desde el gobierno] veamos estas situaciones no las vamos a permitir.” De
ese modo este sujeto amenazó a la ciudadanía que ha decidido defenderse: el
gobierno está más interesado en perseguir a las víctimas que a los victimarios.
Al tener los conceptos
invertidos, no es extraño que Alperovich y compañía hayan concebido un ominoso
plan para evitar el caos en el diciembre consumista: sobornar a los posibles saqueadores para que se abstengan de tomar las calles. Lo que se dice un pacto
entre delincuentes.
Policías en Inacción
En Tucumán es muy común
culpabilizar a la policía por la inseguridad. Se les reprocha estar ausentes de
las calles. De todos modos lo cierto es que si hay patrullaje policial
permanente, pero, claro, éste no cubre la totalidad del territorio durante la
totalidad del tiempo. Entonces los delincuentes procuran encontrar esos intervalos
sin vigilancia para efectuar sus fechorías.
Cualquiera es una víctima
potencial en el Jardín de la República. En
la madrugada del lunes 24 de noviembre una pareja de jóvenes fue asaltada en la calle Crisóstomo Álvarez al 4.400, el vecindario en el cual vive el Gobernador
Alperovich. Los custodios del mandatario, al presenciar el asalto, dispararon
en contra de los malvivientes, quienes escaparon y fueron finalmente detenidos
–con otro tiroteo en el medio– por un oficial de policía a unas cuarenta cuadras
de distancia.
Afortunadamente ese extraño
episodio terminó con una muestra de la capacidad policial para frenar el delito,
pero bien podría haber culminado de otra manera. ¿Qué hubiese sucedido si la
bala de uno de los custodios de Alperovich hería o mataba a alguno de los
jóvenes que fueron víctimas del asalto? ¿Saldría a la luz que se trata de
antiguos agentes de la Mossad
contratados irregularmente por el gobierno provincial? ¿O dirían que el que
disparó es un policía que estaba haciendo un adicional?
La policía de Tucumán es un
perfecto chivo expiatorio: despreciada por la gente (debido al caos que estalló durante las huelgas de uniformados del año 2013) y explotada por los
gobernantes (quienes se aprovechan de que no tienen un sindicato que la defienda),
la policía suele ser perseguida y amordazada, quitándole de ese modo la
autoridad que requiere para cumplir correctamente con su trabajo.
Para ilustrarlo mejor citaré dos
casos. Uno es el llamado Caso Núñez y el otro es el Caso Verduguez.
Pamela Núñez era una mujer de
Famaillá, novia de Fabio Abregú, un oficial perteneciente a la Policía Federal. Una noche de
noviembre de 2010 la pareja volvía a su hogar después de haber estado en una
discoteca. Los acompañaban dos amigos y la hermana de Abregú. En un momento,
Núñez abrió la guantera del auto para sacar un CD. Abregú recordó que su pistola
estaba allí (la cual se encontraba cargada y sin seguro) y le pidió que se la
alcanzase. Al hacerlo, aparentemente hubo un inesperado movimiento brusco del
oficial o de su novia que provocó un disparo. La bala impactó contra Pamela
Núñez, dejándola en agonía. Los dos hombres (que luego testificarían validando
la versión) se bajaron del auto, y los hermanos Abregú decidieron llevar a
Núñez al hospital. Alterado por la situación, el conductor del auto perdió el
control del vehículo y quedó empantanado. Desesperado porque todo se le iba de
las manos –y víctima de la presión que normalmente padecen quienes combaten al
crimen–, Abregú se disparó a sí mismo. Su hermana, en un estado de histeria,
imitaría su decisión funesta. Finalmente Fabio Abregú sobrevivió a su intento
de suicidio y, por ello, fue a juicio.
Cuando era obvio que a Abregú lo
iban a condenar a tres años de prisión por el homicidio culposo de Pamela
Núñez, los jueces decidieron aprovechar la ocasión para hacer un poco de circo
judicial, ya que, por suerte para ellos, se trataba de un “odiado” policía.
Invocando la nefasta Convención de Belem do Pará, los magistrados aprovecharon
para sumar unos puntos en el ranking de la corrección política condenando a
Abregú por “violencia de género”, destinándolo así a vivir en prisión por los
próximos 12 años. Para ellos es obvio: un policía torpe y descuidado lleva la
violencia en el vientre, y las mujeres indefensas son sus víctimas predilectas.
Sólo el camarista José Alfredo Garzia tuvo la valentía de hacer respetar el
derecho, evitando aprovechar la oportunidad para que la colonización ideológica
del Poder Judicial tuviera un nuevo avance. Por ese motivo este juez señaló que
lo de Abregú fue una muestra de conducta irresponsable en el manejo de su arma
de fuego reglamentaria y que, ni siquiera forzando el concepto, podía
considerar a la situación como dolosa. Su opinión, como no podía ser de otro
modo en la Argentina
de hoy, fue categóricamente ignorada.
El Caso Verduguez, por su parte,
es un ejemplo aún más claro de la persecución contra policías. Una tarde de
octubre de 2006 dos patotas de adolescentes habían tomado la vereda del Colegio
María Auxiliadora para convertirla en escenario de una batalla campal. Se
trataba de las nefastas “Banda del Kiosquito” y “Banda del Portón”, dos grupos
de jóvenes pertenecientes a familias de clase media y alta que pasaban sus días
consumiendo drogas, robándole a los transeúntes y peleándose con quienes ellos
identificaran como enemigos. El oficial Jorge Verduguez, al enterarse del
enfrentamiento patotero, intervino para acabar con la trifulca.
Debido a que se trataba de una
situación desigual (un policía contra una treintena de jóvenes descontrolados),
el oficial quiso amedrentar a los jóvenes mostrándoles su arma. Cuando uno de
los cabecillas de la “Banda del Kiosquito” se escapaba, Verduguez lo persiguió
con tanta mala suerte que tropezó y emitió un disparo accidental. La bala
alcanzó a un joven que estaba presenciando un partido de fútbol intercolegial
en el Complejo Avellaneda y lo mató. Por ese homicidio evidentemente culposo,
los jueces tucumanos condenaron a Verduguez a 10 años de prisión efectiva.
El padrastro de la víctima,
durante el juicio, le reprochó a Verduguez que el oficial les “debía un hijo” a
su familia. Pero lo cierto es que quien le debe un hijo a esa familia son los
miembros de las patotas juveniles. El episodio del María Auxiliadora sirvió
para ponerle un freno a los “nenes” patoteros: el revuelo que causó el crimen
hizo que los padres de los jóvenes, finalmente, se hicieran cargo de los
energúmenos que habían criado y se pusieran en campaña para sacarlos de las
drogas y convertirlos en gente decente. Sin embargo se ve que ello no ha dado
frutos, puesto que si los integrantes de las extintas “Banda del Kiosquito” y
“Banda del Portón” fuesen realmente hombres dignos, durante el juicio hubiesen
perdido perdón y hubiesen realizado algún gesto de compensación (como la
creación de un fondo indemnizatorio) hacia la familia del joven muerto. Pero en
el Tucumán de hoy es más fácil culpar de todos los males a la policía, incluso
si es evidente que los oficiales intentan hacer lo que las familias disfuncionales
no hacen.
La burbuja judicial
A los policías tucumanos no sólo
no se les permite cometer errores, también se los castiga exageradamente por
los mismos. Los jueces, por otra parte, trabajan sometidos a un sistema que se
ha vuelto cada vez más garantista. Y ciertamente son muy pocos los magistrados
que se atreven a nadar en contra de la corriente, temerosos ante la posibilidad
de perder su empleo. Es decir dado que el Poder Judicial tiene una organización
piramidal, si se coloca en la cima de esa pirámide a jueces garantistas,
entonces los jueces legalistas del resto de la pirámide deberán obrar de un
modo que no enfurezca a los máximos referentes judiciales, o de lo contrario
éstos corren con el riesgo de perder su puesto por contradecir la
interpretación de la ley dominante.
Y lo más grave es cuando estos
leguleyos togados se niegan a salir de su zona de comodidad. El ejemplo
tucumano que ilustra esto que señalo es el rechazo que los académicos del derecho hicieron del proyecto destinado a eliminar la excarcelación de todos aquellos que incurran en el delito de robo en la vía pública. Dicho de otro modo
los legisladores tucumanos –atentos por una vez a las necesidades de la gente–
quieren que cuando se atrape a un delincuente que ha intentado robar, éste no
deje la comisaría antes de lo que la deja la víctima del delito que va a hacer
la denuncia, que es lo que normalmente sucede ahora.
Muchos ilustres leguleyos
tucumanos han criticado la iniciativa. Sebastián Herrera Prieto y Gilda
Pedicone de Valls repudiaron la idea sosteniendo que la prisión preventiva para
un arrebatador equivale a una condena anticipada (la cual además, por algún
motivo que sólo existe en la mente de los juristas, no serviría para combatir
al delito) y desarmoniza el sistema punitivo ya que encierra a alguien por una
falta de un tipo y deja libre a otras personas con otro tipo de faltas que
vendrían a ser, según su criterio, más graves.
Así, mientras políticos y jueces
le ponen trabas absurdas a la policía, los ciudadanos tucumanos dependen cada
vez más de si mismos para sobrevivir a la violencia que ha convertido al Jardín
de la República
en un terreno de hostilidades en el que la paz social se encuentra a punto de
colapsar.
Pablo Ulises Soria
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