Los imberbes al poder
El año pasado el pueblo de San
Miguel de Tucumán tuvo que soportar que un petulante concejal de la ciudad
agitase a la prensa con su propuesta de humillar al General Julio Argentino Roca pidiendo el cambio de denominación de las calles que llevasen el nombre de
“genocidas”. El proyecto de Ignacio Golobisky (tal es el nombre del imberbe al
que referimos) afortunadamente no prosperó, pero dejó asentado que la
corporación partidocrática contemporánea no está dispuesta a reconocer a
hombres honorables que más de un homenaje merecen –como es el caso de Antonio
Domingo Bussi o de Acdel Vilas, hoy en día tildados ridículamente de
“genocidas” por aquellos a los que vencieron durante las guerras de la década
de 1970 y cuyos sobrevivientes actualmente nos gobiernan.
Poco tiempo después del exabrupto
del miembro del Frente para la
Victoria, un tal Marcelo Ditinis –hombre de la misma tribu
que Golobisky– logró desde la Legislatura
Provincial que la Escuela Nº 374 “Teniente General Pedro Eugenio
Aramburu” de El Potrerillo sea rebautizada con la denominación de “Teniente
General Juan José Valle”. Es decir que este ignoto personaje, producto político del nepotismo étnico que padece Tucumán desde 2003, eliminó el nombre de un
individuo que fuese asesinado por la pandilla terrorista Montoneros para
imponer el nombre de otro individuo que fuese fusilado por disposición del
Poder Ejecutivo de la Nación
(en rigor Aramburu no fue asesinado por nadie, sino que falleció de un paro cardíaco
tras caer en manos de sus enemigos –del mismo modo que Rodolfo Walsh y
Francisco Urondo se tragaron una píldora de cianuro al momento de ser
capturados–). Uno pensaría que es el más rancio revanchismo lo que funciona
aquí, pero lo cierto es que Ditinis es un mero paracaidista que no hace mucho
cayó dentro del pejotismo y, como es de esperarse de alguien que es un completo
inmigrante, quiere mostrarse como un militante más papista que el Papa para que
nadie le cuestione su evidente infiltración y su obvia falta de mérito para
oficiar como representante de una fuerza política con la que nada tiene que ver.
Golobisky y Ditinis están más que
dispuestos a arrasar con el pasado argentino y tergiversar la historia en
función de sus intereses del presente, pero sería difícil esperar de estos
sujetos que en nombre de esos mismos “derechos humanos” que dicen defender
sugieran, por ejemplo, buscarle una denominación diferente a todas esas calles,
escuelas y plazas que en la provincia de Tucumán llevan el nombre de “Estado de
Israel”, un Estado que ha estado ejecutando un sistemático genocidio en contra
del pueblo palestino desde hace por lo menos 45 años.
Héroes agraviados
En este grupo de nuevos imberbes
que se están apoderando de la partidocracia se incluye, por supuesto, al
concejal salteño Martín Ávila del partido Memoria y Movilización Social. Este
abogado –famoso por haber sido la cara más visible de aquellos que consiguieron la venganza por la muerte de Miguel Ragone– planteó la urgencia de destruir el
monumento “Bravos
de Manchalá”, emplazado actualmente sobre la intersección de las avenidas
General Arenales y Juan Domingo Perón de la ciudad de Salta, en terrenos
pertenecientes a la Compañía
de Ingenieros Nº 5 del Ejército Argentino (compañía antiguamente llamada “General
de División Enrique Mosconi”, la cual, a partir de 1993, fue rebautizada con el
nombre del combate).
Aparentemente a Ávila, como a muchos salteños
progrecínicos, le molesta que la sociedad recuerde la heroica resistencia que
un puñado de militares salteños (la mayoría de ellos simples colimbas) le
presentaron a una centena de guerrilleros que buscaban derrocar a un gobierno
constitucional y tomar el poder con las armas.
A Ávila lo secundaron 16 de los 21 concejales
que integran el Concejo Deliberante de la Ciudad de Salta (se opusieron valientemente los ediles
Martín Pérez Estrada, Carlos Zapata y Ángela Di Bez, pues los otros dos votos
no positivos provinieron, en realidad, de dos ausentes –aunque Aroldo Tonini
había manifestado su voluntad de rechazar el proyecto de Ávila–), y el propio
gobernador Juan Manuel Urtubey, siempre tan pendularmente oportunista, se
declaró a favor de la iniciativa demoledora.
El principio del fin
Antes de proseguir con el relato de esta
infamia, conviene abrir un paréntesis para hablar acerca del Combate de
Manchalá, pues es importante recordar exactamente a qué es a lo que los
progrecínicos atacan.
El escenario era la selva tucumana. Corría el
año 1975. Un grupo de guerrilleros autodenominados “Compañía del Monte ‘Ramón
Rosa Jiménez’” y pertenecientes a la organización terrorista Ejército
Revolucionario del Pueblo –con el apoyo de un nutrido batallón de miembros de
la también organización terrorista Montoneros– desarrollaban en la zona una
campaña de asesinatos, secuestros, extorsiones, sabotajes, robos y
vandalizaciones con el objetivo de imponerse en el marco de una guerra civil
promovida por ellos en contra del Estado argentino. La Presidente María
Estela Martínez de Perón, plenamente consciente de lo peligroso que era la
presencia de esos grupos subversivos armados acosando el Norte del país, firmó
un decreto autorizando el despliegue del Operativo Independencia, que no fue
más que una articulación de las Fuerzas de Defensa y de Seguridad junto a los
diversos Ministerios para aniquilar el problema.
El glorioso Operativo Independencia se
constituyó así, ante todo, como una gesta civilizadora. Es decir debido a que
el ERP era una fuerza militar cobarde e innoble, su estrategia consistía en
someter mediante sus armas al humilde campesinado que habitaba Tucumán mientras
aprovechaban las sombras para golpear en contra de las espadas argentinas. Fue
eso lo que motivó a que los responsables de la campaña nacional optaran por
complementar la acción bélica con actividades de trabajo social y de desarrollo
de infraestructura. Es en ese marco que tiene lugar el famoso Combate de
Manchalá.
El 28 de Mayo de 1975 una docena de soldados
salteños, acompañados por dos oficiales, se encontraban en la diminuta
localidad de Manchalá, realizando tareas de refacción en una escuela rural.
Mientras los hombres trabajaban, un centenar de guerrilleros se desplazaba por
la ruta 99 rumbo a Famaillá. Los subversivos habían tomado la finca Sortheix,
apresando a dueños y peones mientras preparaban el ataque a la sede del Comando
Táctico que operaba en el sur de Tucumán. Para su misión contaban con el apoyo
de unos cincuenta hombres más, que, camuflados como civiles, aguardaban la
llegada de los uniformados a Famaillá para sumárseles en el combate. Según sus
cálculos, los guerrilleros esperaban encontrar unos cincuenta hombres del
Ejército Argentino al momento de iniciar el ataque, por lo que pretendían
aprovechar la ventaja numérica para lograr el triunfo ante su enemigo (ya que
por cada soldado argentino habría aproximadamente unos tres subversivos). Una
vez tomada Famaillá, las fuerzas guerrilleras fusilarían a todos los oficiales,
secuestrarían a los comandantes de la brigada para utilizarlos como material de
intercambio de prisioneros, desarmarían y licenciarían a todos los soldados,
liberarían a todos los detenidos y proclamarían internacionalmente la gran
victoria del socialismo armado lograda en Tucumán. También presionarían a la
población local para aprovisionarse, anularían el potencial de fuego de la
policía e intensificarían sus acciones de reclutamiento para incrementar el
número de sus tropas. Su objetivo a largo plazo consistía en lograr el control
total del Noroeste argentino. Sin embargo los grandilocuentes planes golpistas
y secesionistas de la guerrilla se frustraron gracias a la acción heroica de un
grupo de bravos jóvenes salteños.
Durante aquel 28 de Mayo de 1975 el ERP
avanzó a través del territorio tucumano sobre cuatro vehículos. Su intención
era penetrar en la ciudad de Famaillá en horas de la noche, para que al día
siguiente –día en que se conmemora la creación del Ejército Argentino– se
pudiese anunciar que las “armas del pueblo” habían derrotado “al brazo armado
de los opresores”. De todos modos, al aproximarse a Manchalá, los guerrilleros
observaron que había hombres armados en la escuela del paraje; creyendo que se
trataba de un control militar rutero, abrieron fuego indiscriminadamente. Los
soldados atacados contestaron la agresión. A los pocos minutos, un centenar de guerrilleros
rodeaba el edificio escolar en el que se habían atrincherado catorce hombres
del Ejército Argentino. Lo que pasó después es prueba de la enorme valentía de
nuestros soldados y de la demencial improvisación con la que se manejaban los
delincuentes del ERP.
Un viejo camión de la brigada nacional que transportaba
herramientas y materiales de refacción se acercó a la escuela después de
iniciado el combate. El ruido del viejo chasis hizo pensar a los subversivos
que se trataba de un tanque de guerra, por lo que muchos abandonaron sus
posiciones presos del pánico y huyeron hacia los cañaverales cercanos. En ese
lapso, un oficial que estaba en el interior de la escuela rompió el cerco y
corrió más de una decena de kilómetros hacia Famaillá. Allí dio aviso de lo que
sucedía en Manchalá, y tres camionetas se dirigieron a la plaza sitiada. Las
luces de esos vehículos asustaron al resto de los guerrilleros, y se produjo el
desbande definitivo. Unos minutos después llegaron nuevos contingentes
militares junto a un escuadrón de Gendarmería Nacional que se encontraba
patrullando la zona. Los hombres iniciaron una persecución para capturar a los
subversivos, pero la noche jugó a favor de los que huían. Al final nadie fue
detenido por las Fuerzas Armadas ese día, empero, al revisar los camiones y las
camionetas en las que se desplazaba el ERP, se hallaron armas de fuego,
explosivos, y varios cuadernos en los que los líderes del grupo guerrillero
llevaban el registro de sus actividades y el inventario de sus recursos en la
selva tucumana. El análisis de esa información permitió en los meses
subsiguientes dar con el paradero de muchos integrantes del ERP y de Montoneros
que mantenían operativa la estructura militar clandestina de sus organizaciones
armadas.
El impacto que tuvo el Combate de Manchalá
fue importantísimo. La guerrilla siguió operando durante un tiempo más después
de aquella acción bélica, pero la población civil argentina supo que la amenaza
marxista sólo estaba capacitada para el terror, pues ellos eran buenos para
golpear por la espalda y entre las sombras, pero carecían de aquel valor para
pelear cuerpo a cuerpo que se espera que cualquier soldado dispuesto a dar su
vida para defender a sus valores e ideales tenga.
El cóndor que no pasó
La iniciativa demoledora generó repudio entre
la ciudadanía salteña. Los diarios locales se vieron inundados de cartas de lectores en las que sus autores manifestaban el rechazo absoluto a la propuesta
de Ávila. Una mujer, por ejemplo, rememoró lo traumático que fueron para ella y su familia los años en los que les tocó sobrevivir en el Tucumán invadido por los subversivos. Pero, por supuesto, el testimonio de los que les tocó ser víctima
en aquella época no cuenta, ya que hay un relato perversamente construido sobre
los años de la guerra que resulta más agradable, ventajoso y favorable para los
delincuentes derrotados.
Ávila, defensor y promotor a
ultranzas de aquel relato, pretende inocularles culpa y vergüenza a los
argentinos. Para el concejal todo aquel que no opine exactamente igual que él
sobre el pasado nacional resulta ser una desgracia, desgracia que es
profundamente lamentada por todos los argentinos amantes de los “Derechos
Humanos” y de la “continuidad democrática”. Y si alguien colaboró, o apoyó, o
tan sólo se alegró con la llegada de un grupo de militares al poder en el año
1976 entonces –según Ávila– tiene que golpearse el pecho eternamente como señal
de castigo autoinfligido por ser culpable de haber provocado el horror que se
supone que “nunca más” debe repetirse. Y si no lo hace, entonces es un cretino
que merece el escarnio público y el completo rechazo, como si fuese miembro de
una casta a la que hay que discriminar si o si.
No resulta extraño, en consecuencia, que el
propio Ávila haya escrito un comunicado en el cual no sólo intente refutar a
todos sus críticos, sino que además lo emplee para reforzar todas las
tergiversaciones que existen sobre el asunto. Y todo ello sin sentir un mínimo
de vergüenza o culpa.
Concretamente, Ávila infla la cifra de bajas
en las filas de la subversión, sostiene que todos los soldados heridos o
muertos en el cumplimiento del deber no fueron víctimas de quienes los atacaron
sino de sus superiores “genocidas” que los enviaron a pelear, declara que todo
aquel que critica a la democracia actual necesariamente vindica al Proceso de
Reorganización Nacional, y afirma que no hubo una guerra, ya que un grupo de
miles de inocentes victimizados lejos están de haber sido un demonio.
Todas esas patrañas son fácilmente
rebatibles, pero no porque el mismo peso de la historia las haya ya vencido,
sino porque cada día hay más gente que se da cuenta de ello. Es decir desde
hace más de una década (incluso desde antes de que Néstor Kirchner llevara a
cabo la farsa de descolgar un par de cuadros del Colegio Militar de la Nación) el revanchismo
dedehachehachista puso en marcha su plan de venganzas, avalado, en cierta
medida, por los poderes legítimos del Estado. Esto tuvo repercusiones en la
sociedad argentina, especialmente cuando la avanzada progresó y el número de
presos políticos comenzó a multiplicarse alarmantemente. Y si bien hubo una
campaña propagandística muy poderosa desplegada por el gobierno para mantener
vivos a los mitos de la post-dictadura, la mera curiosidad de muchos que se
resisten a vivir en un mundo de falsedades obligó a revisar al número real de
desaparecidos, a la supuesta inocencia de los subversivos caídos, a la posición
en el espectro político del procesismo (ya que es obvio que las Juntas
Militares fueron una iniciativa de centro republicano y no una aventura de la
ultraderecha), y hasta a la exagerada idea de que la lucha contra el terrorismo
se trató de un “genocidio”. Ciertamente hoy en día hay miles que no están
dispuestos a permitir que la historieta sea corregida por la verdad fáctica,
pero día a día esos personajes se van convirtiendo en una parodia de si mismos
–esto es notorio, sobre todo, en los jóvenes, que por moda o/y por interés vindican
a todos los delincuentes de la década de 1970 como si se tratase de miembros de
ONGs defensoras de los derechos humanos, que cuando no estaban protegiendo el
medio ambiente o trabajando por conseguir la igualdad entre el hombre y la
mujer, se encontraban promoviendo los matrimonios entre aberrosexuales,
enseñando a cultivar marihuana o luchando contra los bravucones en las
escuelas, cuando, de hecho, no fueron más que el voluntarismo tinturado de
mesianismo gracias a una precario entrenamiento militar que les ofrecían unos
cuantos hispanoamericanos que mantenían fuertes lazos con el gobierno comunista
de Cuba.
De cualquier manera lo peor en el discurso de
Ávila es aquello que, al mismo tiempo, resulta ser su principal argumento para
mancillar la memoria heroica del país: el monumento –según la revisión
histórica del concejal– no se trataría de un homenaje a los Bravos de Manchalá
que repelieron un ataque guerrillero en condiciones completamente
desfavorables, sino que, en realidad, se estaría en presencia de un hito que
rinde culto al intervencionismo imperialista de los EEUU, algo intolerable para
un país como el nuestro. Así como suena.
Evidentemente Ávila no tiene idea de que se
supone que fue el llamado Plan Cóndor, que sólo él y los mentecatos de su
estirpe ven como lo que resulta homenajeado por el monumento que está en
Arenales y Perón. En la imaginación de muchos progrecínicos argentinos, sucedió
que un día un directivo de la CIA
se reunió con líderes militares de diversos países suramericanos y les dio la
orden de que ejecutasen golpes de Estado en sus respectivos hogares, para que
de ese modo la hegemonía norteamericana creciese y los soviéticos sufriesen una
dura derrota en el marco de la Guerra Fría.
Así, para muchos ignaros, es que Hugo Banzer en Bolivia, Augusto Pinochet en
Chile, Jorge Rafael Videla en Argentina y otros hombres de armas accedieron al
poder. Ávila, según parece, defiende esta descabellada idea conspiracionista. Lo
que el concejal aparentemente no sabe es que el Plan Cóndor se materializó en noviembre de 1975 –varios meses después de acontecido el Combate de Manchalá– y
que su objetivo fue coordinar acciones de inteligencia militar con el propósito
de evitar que los exiliados de los diversos regímenes dictatoriales pudieran
asentarse en países de la región sin ser vigilados. No caben dudas de que eso
es ilegal, pero fue por ello que se efectúo un acuerdo secreto entre diversos
Estados para cumplir con su objetivo sin tener que estar violentándose su
soberanía entre si.
Asociar al cóndor –un símbolo de la
argentinidad andina que desde hace mucho es parte de la heráldica nacional– con
un circunstancial pacto de inteligencia militar es cinismo o estupidez. Cuando
Buenos Aires intentó ser sede de los Juegos Olímpicos del 2004 usó un cóndor
como logotipo; afortunadamente Ávila, en aquel entonces, era todavía un
estudiante discípulo de Onán, o de lo contrario el país hubiese tenido que
tolerar a este mequetrefe confundiendo las cosas y hablando desde un púlpito
que sólo él percibe.
La fealdad de la mentira
Los monumentos,
debido a su habitual emplazamiento en el espacio público, son obras cuyo valor
nace de si mismos, esto es son obras que experimentan la lejanía de sus
autores. Un monumento tiene que representar algo concreto, y no ser una simple
manifestación del talento de aquel que lo hizo (como si sucede con otro tipo de
obras artísticas). Es por ello que la opinión de Mario Vidal Lozano, el
artesano que fabricó el monumento a los Bravos de Manchalá, es completamente
irrelevante en esta discusión sobre si hay que quitar o dejar a la obra en su
lugar. De todos modos no deja de ser interesante lo que este sujeto tiene para
decir, porque ilustra bastante bien el escaso nivel argumentativo que
manifiestan los que se oponen a que se glorifique el pasado nacional: cuando
Vidal Lozano fabricó a principios de la década de 1980 a la estatua del
soldado que se ve al pie del monumento, él era un muchacho que estudiaba Bellas
Artes; tal vez en ese entonces ya era el izquierdista que es ahora, pero eso no
le impidió cumplir con la tarea que uno de sus profesores le había asignado. Sin
embargo, para Vidal Lozano ese hecho tan trivial como hacer lo que a uno le
piden que haga es hoy en día un motivo de culpa. Por ello este sujeto le dijo a
la prensa que él está dispuesto a demoler el monumento hasta con sus propias
manos. Para justificar el desprecio por su propia obra, Vidal Lozano no vaciló
en calificar a la misma de “estéticamente fea y simbólicamente mala”.
La discusión en
torno al monumento a los Bravos de Manchalá es forzosamente simbólica, pues lo
estético, en este caso, no tiene lugar. Puede ser que a alguno le desagrade
visualmente la combinación de un soldado, un globo terráqueo, un cerro y un
cóndor, pero todas las piezas escultóricas son de correcta ejecución y sentido
unívoco. Por tanto hablar de fealdad en este contexto, necesariamente, es hablar
también de verdad. Lo que a sujetos como Vidal Lozano les resulta feo del
monumento no vendrían a ser sus componentes, sino su simbolismo patriótico y el
hecho histórico que conmemoran. Lo feo sería la verdad.
No obstante creo
yo que la mentira es más próxima a la fealdad que la verdad. Cuando una mujer
como Nora Leonard, salida de un nido de subversivos, sostiene que debajo del
monumento a los Bravos de Manchalá se encuentran los restos mortales de unos terroristas
desaparecidos está afeando deliberadamente algo bello, sólo para convertirlo en
una cuestión horrenda y horrorosa. Y esta perversa acción no es exclusiva de
Leonard, ya que no faltan progrecínicos dispuestos a injuriar y calumniar para
imponer sus tergiversaciones (en estos días hasta he leído a gente que ha
llegado a negar la existencia del Combate de Manchalá, sugiriendo que todo se
trató de una ejecución sumaria que luego hicieron pasar como un episodio bélico).
Una oportunidad
patriótica
No caben dudas
de que hubo una guerra entre subversivos y argentinos en la década de 1970, ya
que esa fue la posición tanto de las Fuerzas Armadas nacionales como la de los
propios guerrilleros (que ellos después se hayan arrepentido de haber iniciado
la disputa bélica es otra cuestión, pero nadie puede negar que los guerrilleros
juzgaban a lo suyo como un enfrentamiento armado que, de haber contado con una
mayor adhesión de la que contaron por parte de empresarios, militares, políticos
y trabajadores, podría haber concluido con la conquista del poder). Los subversivos
–a diferencia de los chilenos y los británicos que nos robaron nuestras islas
en los mares del sur– eran argentinos, pero su idea de argentinidad difería tan
groseramente de la idea de argentinidad del resto del pueblo argentino que
tuvieron que recurrir a las armas para intentar imponerla. Fracasaron no tanto
por las bajas que sufrieron, sino más bien porque no consiguieron que la
mayoría de la gente fuese tan imbécil como para apoyarlos.
Hoy en día los
subversivos siguen vigentes. Ya no portan armas ni ponen bombas, pero continúan
su campaña para tergiversar el sentimiento nacional y obligar a la gente a que
renuncie a los ideales de virtud, justicia y libertad para que ellos –que son
incapaces de cultivar esos ideales– puedan dejar de ser percibidos como criaturas
de los márgenes que usurparon el poder para convertirse en los legítimos nuevos
reyes.
“¿Qué hacer?” es
la pregunta. Y creo que la respuesta es obvia: combatir. Ciertamente el combate
a librar debe ser un combate espiritual y no material, pero como la cultura materializa
las obras del espíritu, es importante también realizar los gestos adecuados
para detener la violencia que ellos proponen.
A nadie
extrañaría que el día de mañana se destruya el monumento a los Bravos de
Manchalá y en su lugar, con absoluto espíritu revanchista, se coloque un
monumento para homenajear a Víctor Brizzi o a sujetos de esa calaña. Por tanto
creo yo que la defensa del monumento al Combate de Manchalá es la oportunidad
para que todos los salteños, los jujeños, los tucumanos y demás argentinos que
aman a su patria se reporten para cumplir con su deber cívico.
Probablemente
los subversivos planeen ritualizar la demolición del monumento, para de ese
modo intentar convencer a la gente sobre la legitimidad de lo que hacen (lo
otro, que también es probable, es que en silencio y por la noche, destruyan el
monumento y lo hagan desaparecer, sin dignarse a dar explicaciones después
sobre su paradero). Es ante ello que deben emerger las reservas patrióticas del
país para detener el atropello. Y cuando lo enuncio, estoy sugiriendo una
acción concreta, como la de reunir la mayor cantidad de gente posible e
intentar formar un cordón humano frente al monumento. La idea sería convertir
la destrucción que ellos imponen en un acto de construcción, el cual, bien gestionado,
hasta podría significar el renacimiento político del nacionalismo en la Argentina.
Por ello sugiero
a todo argentino bien nacido y orgulloso de serlo que tenga sus ojos abiertos y
le preste un oído a este asunto. Por el bien de la Patria.
Zain
el-Din Caballero